Me he asomado muy temprano a la ventana de mi cuarto y he visto a lo lejos una gran mancha dorada con briznas azules que parecían moverse. Más tarde, cuando el sol va ocupando su espacio, son los azules los que se van extendiendo, cubriendo los dorados y plateados que conforman el mar.
Pero el día en la costa es cambiante y por la tarde el cielo se va tornando gris oscuro envolviendo el espacio ocre de la arena y reverdeciendo el agua del mar. Caen unas gotas mientras a Poniente se vislumbran los rayos de la tormenta veraniega. Pero nadie se inmuta; esto pasa pronto -piensa todo el mundo- mientras miramos al horizonte de donde parte la espuma que lame nuestros pies llevándose la arena que se esconde entre los dedos.
El sol se va yendo entre las pocas nubes que el cielo acoge. El mar cambia a azul turquesa y líneas rojizas y las sombrillas van siendo cerradas en tanto la playa se va quedando a solas.
Más tarde, sentado en mi terraza veo como el verano se va yendo al compás que la luna decrece. A ratos veo pasar una estrella fugaz pero no pido ningún deseo, simplemente miro al cielo para ver de nuevo a Marte proyectado en el centro de la pantalla de la noche, iluminando algún punto perdido sobre el agua en que riela la luna.
Me vienen palabras como si fueran olas y las capturo por si acaso pudiera convertirlas en versos antes de irme a la cama.
Mientras tanto escucharé el discurrir de los recuerdos de otras noches añorando la música que escuchaba a deshora en la radio.
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