El mar queda ahora muy lejos perdido en un horizonte de montañas que sirven de telón de fondo a los últimos días de verano tras la vuelta a casa.
Poco apoco voy abandonando la indolencia veraniega. Ahora estoy sentado delante de mi mesa escribiendo en un cuaderno estas palabras que me devuelven a la rutina. El calendario está delante con anotaciones de citas pendientes. Libros, cuadernos y otros objetos pueblan mi mesa en caótico orden.
A ratos, sin embargo, todavía miro por la ventana para ver los colores que imitan el mar ahora que el sol, como ebrio, se va yendo.
La perra echada junto a mi en el suelo me mira de vez en vez, tampoco ella parece haberse olvidado de los ratos que sentado en la terraza me veía enfrascado en la lectura o ensimismado mirando el mar en el que flotaban los barcos que parecían de juguete.
Se ha levantado un poco de aire al tiempo que han caído unas gotas manchando el suelo del patio de lunares ocres; pareciera que se anuncia el otoño pero en realidad es solo un aviso pues los colores del cielo aun me llevan a las tardes indolentes del estío en que el límite entre el aire y el agua se difumina en un horizonte hoy roto por las montañas del sur que vislumbro desde mi casa.
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