Un año más de vuelta al Hércules he
querido salir a la calle para recuperar el aire de esta localidad malagueña donde suelo
pasar el verano. Poco ha cambiado, esa especie de indolencia propia del que
apenas nada tiene que hacer se ve que sigue instalada en el ambiente veraniego
de estos lugares de la costa.
El calor me lleva a buscar la poca sombra que los
edificios proyectan sobre la avenida y como algo ya familiar, solo escucho
lenguas hostiles que no entiendo pese a estar en mi tierra. El ruido de los
coches, los colores de los carteles y anuncios de las numerosas tiendas y el
trasiego de los preparativos de las mesas de las terrazas de bares y restaurantes (que ya se sabe que los
extranjeros almuerzan muy temprano) dotan a la avenida de un ambiente peculiar.
Tras la siesta bajaremos a la
playa. Allí serán las sombrillas y las toallas las que ocupen la arena mientras
chicos y mayores se meterán en el agua para ir tanteando la temperatura del
mar. Otros pasearemos por la orilla o nos sentaremos a la sombra para ver pasar
a la gente sintiendo el vaivén de las olas y el rumor de las conversaciones
cercanas.
La tarde irá pasando, y cuando el
sol se pierda por occidente dejaremos la playa, y un poco más tarde, ya de
anochecida, volveremos a la calle sin prisas, retomando así la nueva rutina que
se instala en nosotros durante unas semanas, con nuevos lugares y nuevas
actividades, con nuevas conversaciones; y aquellos asuntos que antes copaban nuestra atención ahora se
quedan un tanto lejanos, al menos tanto como el despertador, ahora mudo testigo
de nuestra casa vacía.