Desde el descubrimiento de su tumba el faraón Tutankamón ha despertado un gran interés, primero por la riqueza de su ajuar funerario y el misterio anejo a su descubrimiento y luego, confome fue pasando el tiempo habrían de ser otros muchos los aspectos a estudiar hasta el punto de que hoy se conoce casi todo de él: su cronología, su reinado, la familia y su situación personal, e incluso la causa de su muerte siempre envuelta en un cierto halo de misterio. La revista National Gegraphic se ha venido haciendo eco a lo largo del tiempo de todo tipo de noticias sobre Tutankamón y en su último número se recogen los resultado de los estudios de ADN y que desvelan interesantes datos sobre él.
Pero lo que a mi me ha llamado más la atención ha sido ver varias imágenes (como las que pongo aquí) del propio faraón: la más conocida es sin duda la de su márcara funeraria, muy rica y colorida que plasma el arte del antiguo Egipto en su plenitud; la otra imagen es la de su rostro real momificado, conservado a lo largo de cientos de años gracias a las técnicas funerarias de la época y a la ciencia moderna.
Son dos caras de la misma moneda, ambas muestran sin duda un cierto deje de tristeza: una debido al hieratismo del rostro tan propio del arte egipcio marcada en la máscara funeraria, en la otra es la rigidez de la muerte que encontramos en la momia, con esa especie de rictus que muestra como si el tiempo se hubiese petrificado en un instante lejano.
El paso del tiempo que siempre se refleja en nuestros rostros marcandonos algunas arrugillas junto a los ojos y en la frente, no parece haber pasdo por la faz de Tutankamón. Su juvetud y el sufrimiento experimentado a causa de sus muchas enfermedades y responsabilidades heredadas parecen haber quedado borradas en ese instante mínimo en que vio venir a la muerte de frente.
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